Pero seguía siendo muy valiente y lo demostraba
cuando debía visitar al veterinario: jamás se quejó ni un poco cuando las
inyecciones atravesaban su brillante pelaje castaño y perforaban su piel. Y,
sin embargo, se moría de miedo cuando percibía que yo iba a salir. Entonces
abría sus ojos enormes y me miraba fijo, como preguntando “¿A dónde rayos vas? ¿Me
vas a dejar solo?” y se retiraba muy triste hacia su rincón. Muchas veces me
hizo cuestionarme dos veces si realmente era necesario salir.
Aunque en otras ocasiones se volvía muy
agresivo, y si me escuchaba tomar mis llaves –clara señal de que yo estaba por
partir- olvidaba por completo esa actitud sumisa y entonces me amenazaba a mí
con sus colmillos atemorizantes y sus ladridos autoritarios, como diciendo “ ¿A
dónde rayos creés que vas? ¿Creés que me vas a dejar solo?” y me bloqueaba el
paso. Muchas veces tuve que fingir que me quedaba para encontrar otra
estrategia de escape.
Era un gran perro. Y lo quería mucho. Y él me
quería a mí. Jugábamos hasta quedar exhaustos, pero él siempre tenía más
energías para continuar; a menos que se aburriera, entonces me dejaba a mí con
el hueso de juguete en la mano mientras él se retiraba indiferente a mis
llamados. Porque además, era un perro muy orgulloso. Solía sentarse apoyado en la lavadora de casa o en alguna de
sus paredes favoritas, con el pecho blanco erguido y una actitud arrogante,
esperando que alguien de la familia pasara y le hiciera algún cumplido, lo cual
ocurría siempre. Y si yo lo acariciaba en esa pose, levantaba la cabeza y
miraba hacia otro lado, como un modelo harto de recibir tanta atención. Hasta
que yo me retiraba, entonces se levantaba y me seguía contento, moviendo la cola
y con una especie de sonrisa en su boca, como diciendo “Yo también te quiero!”.
Era el Maxx. Mi perro dóberman mezclado, que se
alegraba como loco cuando me saludaba por la mañana, como si no nos hubiésemos
visto el día anterior. Que me chantajeaba todo el tiempo con su carita triste
para que le diera parte de lo que estaba comiendo y que mordía su colcha y la
arrastraba por toda la casa como si fuera un juguete más. Mi perro.
Pero se tuvo que ir. Y yo tuve que dejarlo ir.
Cuando la veterinaria levantó la cabeza y me
indicó que ya todo estaba hecho, algo se quebró dentro de mí. Quiero que
regrese y sé que es imposible. Y aunque suene como un niño, quiero a mi perro
conmigo, quiero que viva para siempre conmigo…
Mi perro era muy valiente, arrogante, alegre y
hasta un poco loco. Era mi gran amigo y lo extraño mucho, me hace tanta falta
su presencia... Sé que sueno como un niño, pero es que me siento como un niño… que
ha perdido a su cachorro.
Jap