Ahora que estamos por iniciar el mes cívico, será inevitable que las festividades de independencia y los comerciales, principalmente aquellos con sonrisas artificiales de políticos en contienda, nos recuerden, o nos quieran convencer a la fuerza, de todas aquellas cosas bonitas que representan el ser salvadoreño. Así, escucharemos sobre la tenacidad de nuestra raza, sobre cómo somos los más trabajadores en el mundo entero ((qué nos ves, China?)), sobre nuestra cálida personalidad o sobre la valentía de la que hacemos gala ante la adversidad. Todas frases hechas.
Frases que, además, cualquier otro
país puede también reclamar como suyas.
Al margen de si estas “señas de
identidad” son ciertas, nuestras o no, el punto es que seremos bombardeados por
toneladas de mensajes positivos cuyo mayor objetivo será que nos sintamos bien
con nosotros mismos y con la forma en que llevamos esta sociedad. Todo un mes
para darnos palmaditas en la espalda.
Sin embargo, a la luz de las
últimas noticias sobre el coronel Montano y su reciente condena, creo
conveniente resaltar una característica muy nuestra, y muy negativa, que definitivamente
no deberíamos ignorar, sepultada bajo todas esas pretensiones patrióticas: El
Salvador desprecia la justicia.
No se trata de decir que el
salvadoreño promedio desprecie la justicia en sí, esto más bien va con dedicatoria
a las autoridades salvadoreñas y a circunstancias muy específicas que
demuestran el miserable concepto de justicia con el que vivimos desde hace
mucho tiempo. Pero sí, en la medida en que el salvadoreño promedio se conforma
con este concepto y no hace nada, contribuye un poco a ese desprecio.
Me refiero concretamente a dos
situaciones que bien podrían verse en un espejo: La tregua con las maras y el
perdón a los ex militares, aquellos acusados de violación a los derechos
humanos.
Por un lado, tenemos a un grupo
de criminales cuyos actos de violencia sobrepasan los límites de la crueldad
humana, pero ante los cuales el estado se ha dejado torcer el brazo porque
sencillamente no puede contra ellos. Y en esas circunstancias, se convierte más
bien en un cómplice que les concede trato especial con tal de no alterar el
débil equilibrio en el que cree sostener su así llamada “paz”.
Por el otro lado, tenemos a un
grupo de…
“Caramba! ¡Qué coincidencia!”
¿Cómo podemos aceptar un país en
el que las autoridades vuelan para juzgar a unos futbolistas corruptos, pero se
niegan a extraditar a acusados formales de crímenes contra la humanidad y que,
además, se sientan a negociar mejores condiciones de vida para terroristas
reconocidos?
Es un desprecio descarado a la
justicia.
Esa es nuestra característica y
defecto más profundo: nos olvidamos del dolor de las víctimas ((mientras no
seamos nosotros mismos, claro)), y tratamos de seguir adelante como si nada
porque tenemos un miedo terrible de que algún intento de justicia “moleste” a
cualquiera de esos dos bandos. Y cualquiera de esos dos bandos parece tener
suficiente poder para poner de rodillas al país: uno podría acudir a poderes
ocultos y regresarnos a tiempos combativos, y el otro a sus peores andadas y regresarnos a
estadísticas inconvenientes.
Unos lo justifican por creer que
tenemos una paz tan frágil que se romperá con la menor vibración, pero si esto
pasara, ¿Es paz realmente? Otros se convencen de que hay que perdonar lo que
sea con tal de que nos concedan la gracia de la “estabilidad”. ¡Pero eso es
tener la peor autoestima que se pueda tener como país! Es pensar que los
salvadoreños no valemos lo suficiente como para merecer una verdadera vida
pacífica y que debemos conformarnos con esas migajas de calma que nos quieran
arrojar.
Así no se construye una sociedad.
Al menos no una sociedad sana.
Y mientras vivamos presos de esos
miedos, o cegados por nuestras mismas ideologías, y dejemos que el estado siga
aplicando una justicia tan deforme, una justicia tan injusta, de nada valdrá
que de verdad seamos tenaces, trabajadores, cálidos, valientes, etc. No solo
porque nada de eso significa mayor cosa si tenemos el vergonzoso defecto de la
injusticia; sino también porque seguiremos encadenados a una violencia que nosotros
mismos alimentamos, que jamás dejará de crecer y que golpeará con más fuerza
cuando menos lo esperemos.
Jap